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Vivimos en una época en la que la tecnología nos permite saber (casi) todo. Podemos saber dónde está un empleado, cuánto tiempo pasa frente al ordenador, qué páginas visita o si está escribiendo con más o menos frecuencia que ayer. Y lo más preocupante: muchas empresas ya lo están haciendo.
La digitalización ha traído grandes avances en eficiencia, control de calidad y productividad. Pero también ha desdibujado peligrosamente los límites entre supervisión y vigilancia. ¿Hasta dónde es legítimo monitorizar la actividad digital de los empleados? ¿Dónde termina la necesidad empresarial y empieza la invasión de la privacidad?
Productividad vs. privacidad: ¿una falsa dicotomía?
Con el auge del teletrabajo y los entornos híbridos, muchas empresas recurrieron a herramientas de supervisión digital para “asegurar” que los empleados seguían siendo productivos desde casa. Aplicaciones que registran el tiempo frente a la pantalla, capturan pulsaciones de teclado o incluso toman capturas periódicas se han convertido en parte del nuevo kit de control empresarial.
Pero esta lógica, basada en la desconfianza, plantea preguntas de fondo que no pueden ignorarse: ¿realmente aumenta la productividad o simplemente genera ansiedad? ¿Es justo someter a los empleados a un entorno de control constante solo por no estar físicamente en la oficina? ¿Acaso en la oficina se pasea alguien físicamente mirando que todo el mundo esté tecleando a un ritmo continuo?
En muchos casos, la supervisión extrema no solo no mejora el rendimiento, sino que genera un clima laboral tóxico. La presión de sentirse observados constantemente puede llevar a la fatiga digital, al estrés e incluso al abandono del puesto.
La delgada línea legal (y ética)
Desde el punto de vista legal, en España y en la Unión Europea el marco normativo (como el RGPD y el Estatuto de los Trabajadores) obliga a que cualquier medida de supervisión esté justificada, sea proporcional y cuente con información clara al trabajador.
Esto significa que no vale cualquier tipo de control. Las empresas deben justificar su uso, garantizar que no invaden la privacidad personal (por ejemplo, al registrar actividad fuera del horario laboral) y ofrecer siempre transparencia en el tratamiento de los datos.
Pero incluso cumpliendo la ley, persiste la pregunta ética: ¿deberíamos hacerlo solo porque podemos? En una era en la que los datos lo cuantifican todo, es fácil caer en la tentación de medir más de lo necesario. Y ese exceso de control, aunque legal, puede romper la confianza que debería imperar en cualquier relación laboral saludable.
La paradoja de la hiperproductividad
Curiosamente, muchas de las herramientas de supervisión están diseñadas para demostrar que el empleado está trabajando… aunque no necesariamente produzca resultados. Es decir, se mide la actividad (clics, tiempo online, uso de aplicaciones) pero no el verdadero valor aportado.
Esto puede conducir a una cultura del “presentismo digital”, donde los empleados hacen lo posible por parecer ocupados, aunque no sea la forma más eficaz de trabajar. ¿No sería más razonable centrarse en los resultados y objetivos cumplidos, en lugar de intentar controlar cada segundo de actividad?
Al mismo tiempo, a este autor le sorprende que hayamos podido avanzar tanto las herramientas remotas de monitorización, pero seguimos con herramientas de facturación obsoletas, con procesos tediosos y manuales de burocracia y revisión de gastos, etc. ¿Estamos poniendo el foco de la innovación en el objetivo correcto?
Hacia un modelo de confianza digital
La solución no pasa por dejar de supervisar, sino por hacerlo con cabeza y principios. La tecnología puede ser una gran aliada, pero solo si se usa para automatizar, aligerar cargas pesadas de trabajo y no, exclusivamente, para controlar. Porque la confianza no se instala desde una consola, sino que se construye cada día.